martes, 8 de octubre de 2013

Realidad e impermanencia.



El primero en marcharse fue el abuelo. Un día decidió que debía tomar un barco que lo estaba esperando, para irse a España. Fueron muchas las ocasiones en las  que lo sorprendimos cruzando el muro del portal o que tuvimos que persuadirlo para que no se escapara de madrugada. Por más que insistimos en que no había tal barco y que nadie en la Madre Patria lo esperaba, él no abandonó su idea. Quizás lo agobiamos tanto, en nuestro empeño de cuidarlo, de protegerlo de aquella aventura “Alzheimeresca”, que por eso, un día, decidió dejar de respirar y cumplió parte de su objetivo: irse. No nos dijo a dónde esta vez; yo estoy segura que fue al cielo, el abuelo era un hombre muy bueno.
Poco a poco fueron marchándose algunos primos, emigraron a otras partes de la isla, a las ciudades que les permitirían una vida algo más libre y mejor. Después fueron los tíos; a algunos no les alcanzó mucho la vida y no creo que se hayan ido porque querían. Mima ha sido la última en decir adiós, ella sí estuvo en pleno acuerdo de irse y a pesar de que todos creímos que después del abandono del abuelo, ella no lo soportaría, decidió quedarse por catorce años más, junto a nosotros.
Yo me fui hace ocho años; me fui, incluso de mí misma. Todos, de alguna forma, hemos tomado un destino que nos aparta del pasado, de lo que fuimos. La dialéctica de la vida, esa realidad del adiós, inevitable, me aterra. Todos somos víctimas de la “impermanencia”, de la inmisericorde carencia de eternidad.
 

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