miércoles, 3 de julio de 2013

LA INSALVABLE.


“Dios te salve, Cuba, desde la súplica de un “Padre Nuestro” hasta la simbiótica esencia de cualquier deidad. No importa, sólo importa que te salves.”

Me reencontré con ella. En realidad, me reencontré conmigo misma; con lo que fui por más de veinte años y que permanece intacto en mí, inexorablemente, increíblemente, desafiantemente. Nos miramos, nos reconocimos, pudo parecer la letra de cualquier canción, hecha imágenes. Pudo incluso semejarse a la puesta de cualquier obra teatral; pero no, aquel momento fue único, fue nuestro: Me reencontré con ella.
Ella fueron los ojos y el abrazo de mi angelical madre, de mi suprema madre. Ella fueron las nalgadas y las emociones contenidas de mi padre, por miedo, por machismo: “Porque los hombres no se rajan”.
Ella estuvo en el desprendimiento de ese ente “tempánico”en el que me convertí por casi siete años, en el abandono de mi alma ante el magnífico abrazo con la gente, con mi gente.
Mi ausencia no valió de nada para salvarla. La lejanía no hizo mella en el desgaste, no sucumbió en la tendencia involutiva, en los edificios gastados, destruidos; en la carencia inmisericorde, en el surrealismo tan real que duele hasta los huesos. Mi ausencia no consiguió que se salvara de la tristeza, de esa necesidad casi idiosincrática de huir, a donde sea y como sea, pero huir. Esta separación no contuvo represiones ni repudios, no pudo cercenar las rejas de los castigados. Tampoco derrotó la ignorancia y la enajenación.
Me fui noventa millas y fueron siete años… y ella aún sigue sin salvarse.


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