El vidente lo
dijo. El mismo hombre que predijo la enfermedad de mi madre, también adivinó mi
futuro, en junio de 2004: “Este 31 de diciembre estarás en territorio
estadounidense”. Una vez más mi incredulidad dudó. Yo, sin planes en lo
absoluto de emigrar y sin posibilidades concretas de poder hacerlo; pero así,
como dijera el vidente, sucedió.
Quizás fue su
clarividencia o tal vez mi súplica ante aquella estatua de La Milagrosa, durante
mi visita a aquel convento en el que las
monjitas pasaban sus últimos días, cuando ya habían cumplido su labor caritativa
y religiosa en República Dominicana. No recuerdo haber llorado tanto como aquel
día. No sé si por el impacto con la misericordia de Dios, reflejada en el rostro
de aquellas mujeres o por la incertidumbre sobre mi futuro en aquel país. En República
Dominicana, lloré mucho; fue la última vez que lo hice, cuando asistí a una
misa religiosa. Incluso, creo que fue la última vez y punto.
Lo cierto es que así
fue. El 31 de diciembre de 2004, crucé la frontera desde Matamoros hasta
Brownsville y pisé tierra americana. Allí comenzó el canje. El intercambio
entre felicidad y materialismo. El indulto a mi libertad, a cambio de seis días
detenida en un refugio federal. El trueque que a partir de ese momento, me ofrecería
una emancipación real. Ha sido un canje con privilegios, eso sí. Conocer Disney World y mirar abismada el lujo rojo de la Navidad, no con un nudo, sino con un cincel tallando la garganta. Un canje que no ha admitido nunca, llegar hasta el alma.
El canje es la
respuesta a los abrazos que se pierden en mi vacío. Es descifrar cada uno de
mis existencialismos cuestionados. Es darle un sentido a la tristeza, a las
velitas multiplicadas de todos los cumpleaños de mis sobrinos, en los que no
estuve y en las canas de mis padres que no he peinado. Es el por qué de mi
realidad. Y así sigo, como mi cuento de la mariposa, que soñaba con encontrarse
con el horizonte; haciendo canje con la vida.